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sábado, abril 20, 2024

Dra. Federica Sodi

 

AIRES DE NOSTALGIA

La Colonia en que crecí

Yo nací en Tlalpan, cuando solamente pasaba el tranvía en el centro de la gran avenida; recuerdo cerca de la casa rosa, mi casa, un gran terreno en donde cada año se ponía un circo, realmente no sé si era uno pequeño o de gran proporción, pero era esperado por todos los niños del lugar. En ese entonces, mi padre heredo una casa en Santa María la Ribera, en la calle de Díaz Mirón esquina con Sabino, la cual demolió y construyó una casa muy particular, originalmente de dos pisos, aunque años después le agregaría un tercero. Esta casa tenía 42 perros tepetlxcuincles de piedra en la fechada, algunos estaban sobre sus patas traseras y otros estaban echados, pero con la cabeza erguida; estas esculturas le dieron el característico nombre de  “La Casa de los Perros”. Tiene, porque todavía existe, cuatro cañones que funcionan como desagüe de la azotea, una vajilla de talavera poblana incrustada a lo largo de la fachada, a manera de cenefa, y una cabeza incrustada en un lateral; la cual, representa a uno de los niños héroes que defendieron, según versa la historia nacional, el Castillo de Chapultepec. El artista que le regalo a mi padre esta cabeza que sirvió como base para la elaboración de las esculturas que adornan uno de los bellos balcones del Castillo, fue Abel Quezada, padrino de mi hermana Gabi; su esposa, Bougumila, era pintora, y hoy estoy segura que ese olor de tiner, de oleo, de misticismo y de arte en cada rincón de su casa, trazaron el camino de mi hermana.

Nuestros paseos por la alameda de Santa María, jardín que guarda en su centro un bello kiosco morisco, diseñado y elaborado aproximadamente en el año de 1886, para servir como pabellón de México en una exposición internacional en la ciudad de Nueva Orleans, fue colocaron definitivamente en nuestra alameda, el 26 de septiembre de 1910. Cuantos años jugando por sus escaleras de hierro forjado, corriendo por su interior, mirando extasiadas las columnas y paredes internas que parecían haber salido de un poema mozárabe, como el de Rubén Darío que mi padre nos decía cuando nos recostábamos en sus brazos y cambiaba el nombre de Margarita por alguno de nosotras:”… un kiosco de malaquita, un gran manto de tisú, y una gentil princesita tan bonita Margarita, tan bonita como tú.” Y en los días de calor, a veces nos recostábamos mis hermanas y yo, en su fresco piso, viendo su magnífico techo abovedado encalado y decorado con cristales bruñidos, dando la sensación de un gran caleidoscopio que permitía dejar jugar nuestra imaginación.

Los globeros con su chiflito de plástico en la boca, que hacían sonar constantemente para atraer nuestra atención, los carritos algodoneros, con su rosca de madera llena de pequeños agujeritos, donde colocaban los palos que se encontraban envueltos de algodones rosas y azules.

En fin, momentos que ya se fueron, pero perviven en nuestra memoria, en nuestro corazón, vivencias de mi infancia, de mi colonia, que apenas empezare a contar.

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