
¿Cuánto le debo, mi jefe? le pregunto al taquero. ¿Cuántos fueron, güero?, me contesta, en el código que nos representa como mexicanos por más que estemos en Los Ángeles y me vaya a cobrar en dólares. Nunca he entendido cómo funciona el proceso chilango en ese instante; es decir, la historia que nos impone como gandayas, y sin embargo, no conozco a nadie que se atreva a mentir en el sagrado momento. Me comí cuatro, le digo, dos campechanos, uno de costilla y otro de pastor, y un agüita de horchata. Son 20 dólares, me dice don Cristino Arispe, el patrón del Parrillón. Hago la cuenta rápido, pero no convierto a pesos, desde que alguna vez pagué tres dólares por un refresco en el aeropuerto, algo así como 60 pesos por una botellita de 600 mililitros, decidí dejar de hacerlo.
El puesto de mis paisanos, cubierto por la lona roja de los tianguis y alumbrado por una hilera de focos, está ubicado en la calle Wilshire, a unos 15 minutos del Downtown de Los Ángeles. Mientras uno camina por la banqueta, el olor del carbón anticipa el regocijo; la carne bajo la lumbre puede fácilmente confundirse con la parrillas del barrio coreano, pero no, son las costillas que el “Coronel”, como prefiere que le digamos, voltea una y otra vez en el carbón.
















